Las bienaventuradas Hijas de la Caridad, Hermanas mártires durante la Revolución francesa han vivido lo que el apóstol Pablo escribió a los Romanos 8, 35-39: “¿Quién nos separara del amor de Cristo? Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro”.
La revolución francesa, que empezó en julio de 1789, deseaba llevar una mejora de sus condiciones de vida al pueblo, e inscribió en su programa tres palabras: “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Desde agosto de 1789, los revolucionarios votan la abolición de todos los privilegios de que gozaban la nobleza y un gran número de miembros de la Iglesia.
Para asegurar la vida de la Iglesia, después de haber suprimido los recursos de que gozaba, los Revolucionarios redactan la Constitución Civil del Clero y piden a todos los sacerdotes que se adhieran. Se les pide un juramento. Muchos sacerdotes consideran esta Constitución como una rotura con Roma y se niegan a prestar este juramento que consideran cismático. Los sacerdotes no juramentados son buscados, y se ven en la obligación de huir al extranjero o esconderse para evitar la prisión, la muerte o la deportación. Numerosos cristianos rechazan participar en las misas de los sacerdotes juramentados. Con peligro de su libertad y de su vida, estos sacerdotes se esconden y siguen clandestinamente su apostolado.
Los Revolucionarios atacan entonces a todos los que, a sus ojos, simbolizan la Monarquía y los privilegios. Las detenciones se multiplican. En agosto de 1792, el Rey es encarcelado con su familia, las órdenes religiosas son suprimidas. La muerte del Rey Luis XVI, guillotinado el 21 de enero de 1793, señala un viraje: los acontecimientos se precipitan y provocan un estallido de violencia, el terror se esparce en todo el país.
Un juramento de adhesión a la Revolución, el juramento de Libertad-igualdad, es impuesto a todos los miembros de las órdenes religiosas que cumplen un servicio remunerado por el estado. Prestar este juramento es visto como una rotura con la Iglesia, los que lo rechazan son considerados como contrarrevolucionarios.
Como muchas otras religiosas, las Hijas de la Caridad que sirven a los pobres en las casas de caridad, o en los hospitales, van ser apremiadas a prestar este juramento. Se encuentran ante un dilema: permanecer fiel a la Iglesia rechazando el juramento conllevaría la expulsión del hospital. En ese caso, ¿quién cuidaría de los enfermos? Permanecer cerca de los enfermos prestando juramento, ¿no significaría apartarse de la Iglesia y de la fe cristiana?
El 9 de abril de 1792, la Superiora General de las Hijas de la Caridad, Sor Antonia Deleau envía a las Hermanas algunos puntos para guiar su reflexión: «Les ruego que, si no son obligadas, no abandonen el servicio de los pobre, … Para poder continuar al servicio de los pobres, préstense a todo lo que honestamente se les pueda exigir en las circunstancias presentes, siempre que no haya nada contra la religión, la iglesia y la conciencia.»
La actitud de los revolucionarios varía de una región a otra. Algunas casas comunidades religiosas no serán molestadas, otras padecerán numerosas vejaciones. En algunas regiones, las Hermanas conocerán la prisión durante largos meses. En Angers, Dax, Arras, las Hijas de la Caridad serán conducidas a manifestar con su vida su entrega a Jesucristo.